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Entrevista a Luis Landero

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En www.elcultural.es encontramos esta iunteresante entrevista con Luis Landero, en la que, además de hablar del oficio de escritor o del sistema educativom español, se adelanta el inicio de su nueva novela, Hoy, Júpiter (Tusquets).

 

 

Luis Landero

"La primera obligación ética del escritor es ser pesimista, y la segunda, derrotar al pesimismo y seguir luchando"




Luis Landero. Foto: Sergio Enríque

Narrador “por instinto de libertad”, escéptico y feliz, Luis Landero (Alburquerque, Badajoz, 1948) apura los pocos días que faltan para que Hoy, Júpiter (Tusquets), su última novela, llegue a los lectores. Han sido cinco años de vagabundeo por su infancia y juventud, de engolosinarse con las palabras, así que ahora, en su casa y en un Chamberí helado y primaveral, el escritor desnuda demonios personales y literarios mientras la luz se derrama a borbotones en el salón, ordenado, diáfano y con miles de libros dispuestos con disciplina alfabética. Apenas hay fotos, pero sí muchos cuadros y dibujos, como uno de José Hierro “hecho como él solía, con ceniza y mojando el dedo en cerveza”. En el pasillo, dos viejos relojes de bolsillo presumen de haber derrotado al tiempo, mientras una tarjeta con una cita de Jorge Wagensberg recuerda que “Lo improbable asombra a todo el mundo, lo cotidiano sólo al genio”.

Cinco años después de El guitarrista, Landero regresa a la novela. Cordial y sosegado, un cierto “pesimismo esperanzado” le domina, quizá porque asegura que “la primera obligación ética de un escritor es ser pesimista, y la segunda, no dejarse derrotar por el pesimismo y seguir luchando. ¿Cómo se va a vivir sin esperanza?”.

Lo cierto es que este lustro Landero no ha estado dedicado de manera exclusiva a la escritura del libro: “En realidad han sido sólo dos años y medio intensos, los demás he estado asediando el tema. Ocurre que lo que da sentido a mi vida es escribir, que tengo la novela como el náufrago su refugio en la isla. Además, me he acomodado a esos cuatro o cinco años que se me suponen; nadie me mete prisa ni yo la tengo.”
Ahora recuerda cómo barajó varios títulos, pero al final ganó la partida Hoy, Júpiter, que procede de una anécdota real: hace años, Landero visitó Santiago de Chile con Miquel de Palol y encontraron a un viejo mendigo con un descacharrado telecopio y un cartel que decía: “Hoy, Júpiter”. “Estaba bien enfocado –explica Landero–, y el viejo sabía lo que hacía, pero el aparato no daba para más, así que siempre se veía un resplandor. Lo demás lo tenías que poner tú. Como en la vida, y en la literatura”.

Obsesiones literarias y personales
Hoy, Júpiter narra las historias paralelas de dos hombres, Dámaso y Tomás...
–Sí, yo tenía las dos historias y en algún momento pensé en hacerlas por separado, pero tenían una relación temática, y me di cuenta de que funcionaban bien las dos. Por otro lado, refleja un poco mi vida rural y mi adolescencia urbana. Y dos de mis obsesiones literarias, mi padre, y qué ocurre cuando una vocación no está acompañada por el talento. También, claro, el poder de las palabras para contruir la realidad, y por qué no sabemos ser felices.

–¿Su relación con su padre es, pues, uno de los gérmenes de la novela?
–Desde luego. De niño sufrí mucho por no saber agradar a mi padre, que me ponía como modelo a otros jóvenes que tenían diversas destrezas, no sé, uno que escribía a máquina, otro que dibujaba, y me decía, aprende de éste, aprende... De ahí surge el miedo a defraudarle, y a que el padre te cambie por otro.

–¿También, como escribe en la novela, su padre era un hombre “de grandes pasiones pero todas fugaces, repentinos anhelos, ilusiones furiosas que no admitían términos medios”?
–Sí, mi padre era un hombre profundamente frustrado, y con un punto de amargura porque no había hecho en la vida lo que le hubiera gustado hacer. Era campesino, apenas había ido a la escuela, pero tenía talento, valía y valía mucho. Y no encontró un sentido a su vida, no encontró una tarea a la altura de su afán. Y eso le amargó, así que puso en mí todas sus esperanzas, para que de algún modo yo lo redimiera.

–Aunque no llegó a verle triunfar...
–No, murió cuando tenía 16 años. Entonces yo era poco menos que un macarrilla de la Prospe [un barrio popular de Madrid], y nos llevábamos fatal, porque era muy mal estudiante y me puse a trabajar en mil oficios para pagarme el Bachillerato, y estudiar Filología. No hay día en que no piense en mi padre, al que quiero muchísimo, porque además ahora comprendo todas sus pasiones.

Nostalgia de la pasión
–También ha volcado recuerdos de su infancia en Alburquerque...
–Claro, es que el pueblo de la novela es Alburquerque, y la finca es la finca de mis padres, se llamaba “Valdeborrachos”, y las tierras son las tierras que tenían mis padres. Pero es el punto de partida.

–También el otro protagonista del libro, Tomás, tiene mucho que ver con su propia vida, por su vocación literaria y su trabajo como profesor.
–Claro, es alguien que, como yo, un día a los 15 años descubre la poesía y decide dedicarse a escribir.

–¿Siente nostalgia de esos tiempos?
–Por supuesto, siento nostalgia del lector que yo era en mi adolescencia y juventud, cuando devoraba Sinuhé el Egipcio, Qué verde era mi valle, o novelas del oeste que alquilaba en los quioscos. Podía leer ocho horas seguidas, hasta caer agotado, porque en mi casa además no había un puñetero libro. Ahora creo que soy mejor lector, o no, no lo sé. Soy más selectivo, quizás más sabio, pero cambiaría mi sabiduría de ahora por la pasión de entonces.

–También comparte con Tomás la experiencia en las aulas: como profesor, ¿por qué ha optado, por encastillarse en la alta literatura o por acercarla a los jóvenes?
–Desde luego, no me encastillo en la alta cultura ni en el canon de la excelencia, porque eso no es eficaz, pero utilizar un lenguaje culto y a la vez sencillo no es tan difícil, y además tengo mucha suerte porque estoy en la escuela de Arte Dramático y tengo alumnos maravillosos; otra cosa son los institutos, donde la cosa está bastante jodida.

–¿Por qué? ¿Se enseña mal la literatura en los institutos?
–No, hay buenos profesores, dispuestos a ofrecer a sus alumnos lecturas amenas que les seduzcan. Pero el saber se ha desprestigiado, el mismo profesor se ha convertido en una especie de siervo. Son sabios, pero su saber no está bien pagado, y eso ahora, cuando el dinero parece el valor supremo, resulta sospechoso.

–Y no sólo en las aulas, ¿verdad?
–Si, hay quien quiere ser escritor y lo primero que pregunta es cuánto pagan. Y luego ha aparecido una nueva droga, muy adictiva, que es el éxito. Porque el que ha conocido el éxito ya no sabe vivir sin él, vive angustiado por el temor a perderlo y a veces eso hace que escriba con más rapidez de la necesaria, y algo peor todavía, que intente gustar, lo que suele ser patético. Eso de intentar entretener ha convertido al escritor en una especie de bufón. Porque también habrá que inquietar. Kafka no es entretenido, Stevenson es algo más divertido. Pero esto de entretener, con esas novelas neogóticas tan de moda, está pervirtiendo el canon.

El poder de las palabras
–¿Qué tienen que ver los personajes del libro con los de sus otras novelas –Juegos de la edad tardía, Caballeros de fortuna, El mágico aprendiz–, atrapados en una vida mediocre de la que sueñan escapar?
–Mucho, claro, pero es que la novela está en conexión con todo lo que he visto en mi pueblo, por la clase social en la que nací, porque viví la emigración, y los sueños de gente, no mediocre pero sí mediana, que soñaba un futuro excepcional. Como decía Ortega, los temas no hay que buscarlos más allá sino más acá, y si uno mira alrededor, lo que se mira con intensidad es interesante. O como decía Chejov, el arte del escritor es hacer interesante a la gente vulgar. El problema de Bernardo, por ejemplo, que es un impostor con causa, con raíces, es que tiene vocación, pero no tiene talento.

–Y que se vale de las palabras para mantener su impostura.
–Desde luego. Uno de los títulos que manejé para la novela estaba relacionado con los mundos de papel, y con la posibilidad de crear realidades con las palabras, que es otro de los temas del libro. La principal virtud para mí de un escritor, de una novela, es que sea auténtico, que sea verdad, o, como decía Montale, dejar memoria al menos de la luz de una cerilla. No sé explicarlo mejor.

–Las malas copias de Dan Brown que antes mencionaba le interesan entonces poco.
–Absolutamente nada. Verá, el arte de escribir es el arte de observar, más incluso que el de pensar, y en esa medida todo es novelable, aunque las mejores historias son las que salen del fondo del corazón.

–A pesar de que luego toma tintes cómicos, el tema del libro de Tomás, “el valor del silencio y del ruido en el mundo de hoy” no es ninguna idiotez ¿No le parece que tiene razón, que hay demasiado ruido y demasiada crispación?
–Desde luego, la rapidez con que funciona todo hace que el pensamiento se angustie. Es necesaria la soledad y la lentitud para hacer las cosas, porque si no el pensamiento patina. En este país se piensa poco y se opina mucho; en cualquier tertulia la gente opina de todo, y con facundia, con una cosa campanuda, y uno se pregunta si de verdad ese hombre se ha parado a pensar. Aunque, ¿cómo va a pensar si está todo el día opinando? Hay mucha información y pocas experiencias, así que pensamientos originales no encuentras, ni siquiera estrambóticos ni refrescantes. Todo el mundo se mueve en los tópicos del sentido común, o de la boutade para seguir llamando la atención, pero no por lo que se dice, por la profundidad o la manera de decirlo, sino por gritar más y hablar peor.

–Algo que crea escuela.
–Desde luego, desgraciadamente se está creando un nuevo modelo que los jóvenes ven y asumen. Se les bombardea mostrando cómo conseguir éxito y dinero fácil, y entonces lo que la escuela enseña, el mal gusto social lo desenseña. Fíjese en el ejemplo que están dando los políticos a los jóvenes.

–¿También es pesimista respecto al futuro de la literatura?
–No me gustan los discursos apocalíticos, salvo en lo que se refiere al cambio climático, pero en la literatura sí soy escéptico porque está desapareciendo de las escuelas. En España ha pasado a ser una provincia de la lengua, y está en trance de desaparecer.

Políticas educativas absurdas
–¿Los cambios en los planes de estudios no han servido para nada?
–Por supuesto que no, es una locura, primero con la LOGSE, que era una especie de folletín pedagógico. Luego el PP intentó su Ley de Enseñanza, que tenía muchas cosas positivas en las que muchos profesores estábamos de acuerdo, como, por ejemplo, restaurar un poco la disciplina, el esfuerzo, fomentar la excelencia. Ésta que ahora hay es ni fu ni fa, tampoco la conozco mucho, pero me imagino que es como la LOGSE maquillada. Con la buena tradicion educativa que teníamos en España, todo el que ha alcanzado el poder ha pretendido cambiarla y descambiarla. ¡Si en el fondo les importa un carajo! Eso sí, luego se les llena la boca hablando de la enseñanza, aunque no le dediquen el dinero, la imaginación ni el sentido común suficientes. Y como a los padres les ocurre lo mismo, que han delegado en los profesionales... Bueno, más que delegar han abdicado de su responsabilidad. ¿Que hay problemas de accidentes de tráfico, que las chicas se queden embarazadas? Que les enseñen en la escuela. ¡Como si los profesores pudieramos asumir el papel de los padres...!

–Volviendo al libro, las criticas del libro de Tomás fueron “breves, insípidas y tardías”. A su juicio, ¿qué da sabor a una critica, y cómo ve la que hoy se hace en España?
–La critica debe ser inteligente, sugestiva, contagiar un poco de entusiasmo... En general creo que en España no se hace buena critica. A menudo son críticas rutinarias, hechas de cualquier manera, donde si lees la primera y sobre todo la última frase te das cuenta de la nota que le dan. Es poco sugestiva, porque cuenta el argumento y no va mucho más allá, aunque hay de todo, hay algunos con más talento que otros. En general suelen ser insinceras. A veces se pone bien al escritor pero se nota que no ha gustado el libro y que se ha visto obligado por lo que sea. Y luego está el que mira por encima del hombro al escritor, el arrogante que parece que sabe muchísimo y da lecciones a quien haga falta.

AZANCOT, Nuria

 

Así comienza... Hoy, Júpiter
 
Cuando recuerda su pasado, la memoria siempre se detiene en la tarde en que estaba sentado a la sombra del eucalipto tutelar y oyó unos pasos grandes y apresurados que venían hacia él. No había tenido apenas tiempo de empezar a jugar. Aquellas piedrecitas eran todas jinetes, pero aún no había decidido si se trataba de árabes o de cowboys, si llevaban arcos o revólveres, si estas cortezas formaban un fuerte o un castillo. O quizá eran bárbaros surgidos del Oriente y toda esta extensión significaba una estepa, y sería invierno. Oía, e imitaba con la voz, la crecida multitudinaria, el retumbar de los cascos, el fragor del avance, las cornetas, los gritos, los disparos, los relinchos, el zumbar de las flechas, y veía el tremolar de las banderas entre el polvo, las pellicas al aire, las insignias, las cabelleras, los plumajes. Todo encorajinado por la velocidad y el viento. O quizá eran los bandidos que mandaba el capitán Fosco, y en ese caso él, Dámaso Méndez, sería el defensor del fuerte. Y en esas fantasías estaba cuando oyó acercarse los pasos largos y resueltos, cada vez más poderosos, hasta que se detuvieron junto a él. Ahora se percibía bajo las suelas de las botas el leve crepitar de la arena y de las hojas y semillas resecas tras el largo verano. –¿Qué haces otra vez tirado ahí en el suelo? Dámaso salió del ensueño, pero por un instante una fina película de irrealidad se interpuso entre sus ojos y las cosas. –Nada, estaba jugando. –¿A qué? –No sé, es una batalla. –¿Te gustaría ser militar? Como no sabía qué decir, levantó la cabeza y lo miró fugazmente para que no fuese a interpretar mal su silencio. –Podías llegar a general. El general Dámaso Méndez. Cuando entraras en el cuartel, tocarían en tu honor la Marcha de infantes. ¿Te gustaría? Miró otra vez desde el suelo sin saber qué decir. –Bien, en cualquier caso no es bueno estar ocioso. ¿Es que todavía no sabes que la vida es breve y hay que caminar aprisa? ¿Lo sabes? –Sí. –Entonces ven conmigo y te pondré tarea. ¡Andando! Siempre era así en aquellos tiempos. Él tenía once o doce años y el padre se había convertido en pedagogo y a todas horas se inventaba tareas para que el hijo se hiciera cuanto antes un hombre de provecho. Se levantó, se sacudió los pantalones, las rodillas, se ajustó las sandalias de goma y corrió tras su padre. Uno tras otro, atravesaron la era bajo el sol aún cálido de septiembre. El trajín de la trilla había dejado la tierra desmenuzada y mezclada con el polvo del grano, sin una brizna de hierba, y por todos lados había restos de paja que el sol llenaba de destellos. A veces el vien-to se encolerizaba y armaba allí un remolino como el de los genios al salir de las lámparas mágicas. Las pajitas entonces se juntaban y se elevaban formando un surtidor muy alto, cada vez más alto y más furioso, girando tan deprisa que daba vértigo mirarlo, hasta que de pronto explotaba y el cielo se llenaba de chispitas de oro. Dámaso pensaba entonces en cómo el vien-to, que es invisible, a veces por un momento toma forma y se le puede ver, y él lo había visto, “he visto al viento”, se decía por la noche en la cama, y había reconocido su cara ceñuda de monstruo, la mueca horrible con que había mostrado al mundo la inmensidad de su poder. Desde que hizo ese hallazgo, le gustaba observar el trajín y las huellas del viento, al inflarse una cortina, al agitarse una llama, al pasar una nube que a cada instante era la misma y era otra. Y sí, la vida resultaba misteriosa y bonita, pero ahora estaban a finales de septiembre y él tenía que apresurarse tras su padre como si hubiese llegado ya el invierno y fuese con retardo camino de la escuela. Bajaron hacia la huerta entre los almendros, el padre abriendo la marcha, Dámaso trotando detrás, dando de vez en cuando una carrerita para no quedarse rezagado. Porque allí en las frondas de los árboles, y miró la morera, los chopos, el laurel, un alma sensible o temerosa podía ya presentir el temblor del invierno. Y un día el campo amanecería cubierto de escarcha, en cada hierba una gotita viva de cristal, y para entonces ellos estarían viviendo en la casa del pueblo, y habría empezado ya la escuela, y todo el discurrir del verano, que tan interminable parecía al principio, cuando aún estaba por vivir, se iría quedando atrás, más y más lejos, hasta que pareciera sólo un sueño. Un sueño. Y entonces, como anticipándose a ese momento, miró de verdad hacia atrás. Vio la casa, una casa más bien modesta de labor, hecha de cal y de pizarra, pintada de blanco, el parral enmarcando la puerta, el poyo fresco de granito, y el ciruelo bravo que daba unos frutos venenosos, prohibidos de comer bajo pena de muerte, y del que sólo podía aprovecharse la sombra. O eso al menos le habían dicho sus padres. Allí, en aquella casa, vivían en el verano y en días sueltos del año. Y recuerda que una noche de junio, no lo olvidaría nunca, vio de lejos la casa, inscrita en una gran luna blanca que empezaba a ascender. La luz desmaterializaba las cosas, que parecían a punto de ponerse a flotar, y todo lo que el mundo tenía de incomprensible y de cruel quedó allanado en un instante por la belleza de aquella aparición. La casa del pueblo, sin embargo, era grande, con dos plantas para vivir y otras dos para desvanes, además del corral y la cuadra, y arriba del todo un mirador desde el que se veía el pueblo entero, blanco y ocre, salpicado de naranjos y palmeras, [...]