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Rimas de Bécquer (L-XCVIII)

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Última parte de las Rimas de Bécquer. 

Rimas LI - XCVIII

 

 


LI

          Olas gigantes que os rompéis bramando
          en las playas desiertas y remotas,
          envuelto entre la sábana de espumas,
               ¡llevadme con vosotras!

          Ráfagas de huracán que arrebatáis
          del alto bosque las marchitas hojas,
          arrastrado en el ciego torbellino,
               ¡llevadme con vosotras!

          Nubes de tempestad que rompe el rayo
          y en fuego encienden las sangrientas orlas,
          arrebatado entre la niebla oscura,
               ¡llevadme con vosotras!

          Llevadme por piedad a donde el vértigo
          con la razón me arranque la memoria.
          ¡Por piedad!, ¡tengo miedo de quedarme
               con mi dolor a solas!


LII

          Volverán las oscuras golondrinas
          en tu balcón sus nidos a colgar,
          y otra vez con el ala a sus cristales
               jugando llamarán.

          Pero aquellas que el vuelo refrenaban
          tu hermosura y mi dicha a contemplar,
          aquellas que aprendieron nuestros nombres,
               ésas... ¡no volverán!

          Volverán las tupidas madreselvas
          de tu jardín las tapias a escalar
          y otra vez a la tarde aún más hermosas
               sus flores se abrirán.

          Pero aquellas cuajadas de rocío
          cuyas gotas mirábamos temblar
          y caer como lágrimas del día....
               ésas... ¡no volverán!

          Volverán del amor en tus oídos
          las palabras ardientes a sonar,
          tu corazón de su profundo sueño
               tal vez despertará.

          Pero mudo y absorto y de rodillas,
          como se adora a Dios ante su altar,
          como yo te he querido..., desengáñate,
               ¡así no te querrán!


LIII

    Cuando volvemos las fugaces horas
        del pasado a evocar,
    temblando brilla en sus pestañas negras
        una lágrima pronta a resbalar.
 
    Y al fin resbala y cae como gota
        del rocío al pensar
    que cual hoy por ayer, por hoy mañana
        volveremos los dos a suspirar.
 

LIV

Entre el discorde estruendo de la orgía
          acarició mi oído,
       como nota de lejana música,
          el eco de un suspiro.

El eco de un suspiro que conozco,
formado de un aliento que he bebido,
perfume de una flor que oculta crece
      en un claustro sombrío.

Mi adorada de un día, cariñosa,
"¿en qué piensas ?", me dijo:
"En nada..." "¿En nada, y lloras?" "Es que tienes
alegre la tristeza y triste el vino".


LV

Hoy como ayer, mañana como hoy
          ¡y siempre igual!
Un cielo gris, un horizonte eterno
          y andar..., andar.

Moviéndose a compás como una estúpida
          máquina, el corazón;
la torpe inteligencia del cerebro
          dormida en un rincón.

El alma, que ambiciona un paraíso,
          buscándole sin fe;
fatiga sin objeto, ola que rueda
          ignorando por qué.

Voz que incesante con el mismo tono
          canta el mismo cantar;
gota de agua monótona que cae,
          y cae sin cesar.

Así van deslizándose los días
          unos de otros en pos,
hoy lo mismo que ayer..., y todos ellos
          sin goce ni dolor.

¡Ay!, ¡a veces me acuerdo suspirando
          del antiguo sufrir...
Amargo es el dolor; ¡pero siquiera
          padecer es vivir!

 

LVI

    ¿Quieres que de ese néctar delicioso
        no te amargue la hez?
    pues aspírale, acércale a tus labios
        y déjale después.

    ¿Quieres que conservemos una dulce
        memoria de este amor?
    Pues amémonos hoy mucho y mañana
        digámonos ¡adiós!


LVII

          Yo sé cuál el objeto
          de tus suspiros es;
          yo conozco la causa de tu dulce
          secreta languidez.
          ¿Te ríes?... Algún día
          sabrás, niña, por qué:
          tú lo sabes apenas
               y yo lo sé.

          Yo sé cuando tu sueñas,
          y lo que en sueños ves;
          como en un libro puedo lo que callas
          en tu frente leer.
          ¿Te ríes?... Algún día
          sabrás, niña, por qué:
          tú lo sabes apenas
          y yo lo sé.

          Yo sé por qué sonríes
          y lloras a la vez.
          yo penetro en los senos misteriosos
          de tu alma de mujer.
          ¿Te ríes?... Algún día
          sabrás, niña, por qué:
          mientras tu sientes mucho y nada sabes,
          yo que no siento ya, todo lo sé.

Arriba

 

LVIII

          Al ver mis horas de fiebre
          e insomnio lentas pasar,
          a la orilla de mi lecho,
               ¿quién se sentará?

          Cuando la trémula mano
          tienda próximo a expirar
          buscando una mano amiga,
               ¿quién la estrechará?

          Cuando la muerte vidríe
          de mis ojos el cristal,
          mis párpados aún abiertos,
               ¿quién los cerrará?

          Cuando la campana suene
          (si suena en mi funeral),
          una oración al oírla,
               ¿quién murmurará?

          Cuando mis pálidos restos
          oprima la tierra ya,
          sobre la olvidada fosa.
               ¿quién vendar a llorar?

          ¿Quién en fin al otro día,
          cuando el sol vuelva a brillar,
          de que pasé por el mundo,
               ¿quién se acordará?


LIX

          Me ha herido recatándose en las sombras,
          sellando con un beso su traición.
          Los brazos me echó al cuello y por la espalda
          me partió a sangre fría el corazón.

          Y ella impávida sigue su camino,
          feliz, risueña, impávida, ¿y por qué?
          porque no brota sangre de la herida...
            ¡porque el muerto esta en pie.
 

LX

          Como se arranca el hierro de una herida
          su amor de las entrañas me arranqué,
          aunque sentí al hacerlo que la vida
               me arrancaba con él!

          Del altar que le alcé en el alma mía
          la Voluntad su imagen arrojó,
          y la luz de la fe que en ella ardía
               ante el ara desierta se apagó.

          Aún turbando en la noche el firme empeño
          vive en la idea la visión tenaz...
          ¡Cuándo podré dormir con ese sueño
               en que acaba el soñar!


LXI

          Este armazón de huesos y pellejo
          de pasear una cabeza loca
          cansado se halla al fin, y no lo extraño;
          pues, aunque es la verdad que no soy viejo,

          de la parte de vida que me toca
          en la vida del mundo, por mi daño
          he hecho un uso tal, que juraría
          que he condensado un siglo en cada día.

          Así, aunque ahora muriera,
          no podría decir que no he vivido;
          que el sayo, al parecer nuevo por fuera,
          conozco que por dentro ha envejecido.

          Ha envejecido, sí, ¡pese a mi estrella!,
          harto lo dice ya mi afán doliente;
          que hay dolor que al pasar su horrible huella
          graba en el corazón, si no en la frente.


LXII
 

          Primero es un albor trémulo y vago,
          raya de inquieta luz que corta el mar;
          luego chispea y crece y se difunde
          en ardiente explosión de claridad.

          La brilladora lumbre es la alegría;
          la temerosa sombra es el pesar;
          ¡Ay!, en la oscura noche de mi alma,
               ¿cuándo amanecerá?
 

Arriba

 

LXIII

Como enjambre de abejas irritadas,
de un obscuro rincón de la memoria
salen a perseguirnos los recuerdos
de las pasadas horas.

Yo los quiero ahuyentar. ¡Esfuerzo tan inútil!
Me rodean, me acosan,
y unos tras otros a clavarme vienen
el agudo aguijón que el alma encona.
 

LXIV

          Como guarda el avaro su tesoro,
               guardaba mi dolor;
          le quería probar que hay algo eterno
          a la que eterno me juró su amor.

          Mas hoy le llamo en vano y oigo al tiempo
              que le agotó, decir:
          "¡Ah, barro miserable, eternamente
              no podrás ni aun sufrir!



LXV

           Llegó la noche y no encontré un asilo,
               ¡y tuve sed...!, mis lágrimas bebí;
          ¡y tuve hambre! ¡Los hinchados ojos
               cerré para morir!
          ¡Estaba en un desierto! Aunque a mi oído
          de las turbas llegaba el ronco hervir,
          yo era huérfano y pobre... ¡El mundo estaba
          desierto... para mí!
 

LXVI

         ¿De dónde vengo...? El más horrible y áspero
               de los senderos busca:
          Las huellas de unos pies ensangrentados
               sobre la roca dura,
          los despojos de un alma hecha jirones
               en las zarzas agudas,
               te dirán el camino
               que conduce a mi cuna.

          ¿A donde voy? El más sombrío y triste
               de los páramos cruza,
          valle de eternas nieves y de eternas
               melancólicas brumas.

          En donde esté una piedra solitaria
               sin inscripción alguna,
               donde habite el olvido,
               allí estará mi tumba.


LXVII

          ¡Qué hermoso es ver el día
          coronado de fuego levantarse,
               y a su beso de lumbre
          brillar las olas y encenderse el aire!

          ¡Qué hermoso es tras la lluvia
          del triste otoño en la azulada tarde,
               de las húmedas flores
          el perfume beber hasta saciarse!

          ¡Qué hermoso es cuando en copos
          la blanca nieve silenciosa cae,
               de las inquietas llamas
          ver las rojizas lenguas agitarse!

          ¡Qué hermoso es cuando hay sueño
          dormir bien... y roncar como un sochantre...
          y comer... y engordar... y qué desgracia
               que esto solo no baste!

 

 

LXVIII

    No sé lo que he soñado
        en la noche pasada;
    triste muy triste debió ser el sueño,
    pues despierto la angustia me duraba.

    Noté al incorporarme
        húmeda la almohada,
    y por primera vez sentí al notarlo
    de un amargo placer henchirse el alma.

    Triste cosa es el sueño
        que llanto nos arranca,
    mas tengo en mi tristeza una alegría...
    sé que aún me quedan lágrimas.
 

LXIX

          Al brillar un relámpago nacemos
          y aún dura su fulgor cuando morimos;
               tan corto es el vivir.

          La gloria y el amor tras que corremos
          sombras de un sueño son que perseguimos:
               ¡Despertar es morir!


LXX

          ¡Cuántas veces al pie de las musgosas
               paredes que la guardan,
          oí la esquila que al mediar la noche
               a los maitines llama!

          ¡Cuántas veces trazo mi silueta
               la luna plateada,
          junto a la del ciprés que de su huerto
               se asoma por las tapias!

          Cuando en sombras la iglesia se envolvía,
               de su ojiva calada,
          ¡cuántas veces temblar sobre los vidrios
               vi el fulgor de la lámpara!

          Aunque el viento en los ángulos oscuros
               de la torre silbara,
          del coro entre las voces percibía
               su voz vibrante y clara.

          En las noches de invierno, si un medroso
                por la desierta plaza
          se atrevía a cruzar, al divisarme,
                el paso aceleraba.

          Y no faltó una vieja que en el torno
               dijese a la mañana
          que de algún sacristán muerto en pecado
               era yo el alma.

          A oscuras conocía los rincones
               del atrio y la portada;
          de mis pies las ortigas que allí crecen
               las huellas tal vez guardan.

          Los búhos, que espantados me seguían
               con sus ojos de llamas,
          llegaron a mirarme con el tiempo
               como a un buen camarada.

          A mi lado sin miedo los reptiles
               se movían a rastras;
          ¡hasta los mudos santos de granito
               creo que me saludaban!

Arriba

 

LXXI

          No dormía; vagaba en ese limbo
          en que cambian de forma los objetos,
          misteriosos espacios que separan
               la vigilia del sueño.

          Las ideas que en ronda silenciosa
          daban vueltas en torno a mi cerebro,
          poco a poco en su danza se movían
               con un compás más lento.

          De la luz que entra al alma por los ojos
          los párpados velaban el reflejo;
          pero otra luz el mundo de visiones
               alumbraba por dentro.

          En este punto resonó en mi oído
          un rumor semejante al que en el templo
          vaga confuso al terminar los fieles
               con un amén sus rezos.

          Y oí como una voz delgada y triste
          que por mi nombre me llamo a lo lejos,
          y sentí olor de cirios apagados,
               de humedad y de incienso.
 
 .......................................

          Pasó la noche, y del olvido en brazos
          caí, cual piedra, en su profundo seno.
          No obstante al despertar exclamé: "¡Alguno
          que yo quería ha muerto!"


LXXII

Primera voz

          Las ondas tienen vaga armonía,
          Las violetas suave olor,
          brumas de plata la noche fría,
               luz y oro el día;
               yo algo mejor:
               ¡yo tengo Amor!

               Segunda voz

          Aura de aplausos, nube rabiosa,
          ola de envidia que besa el pie.
          isla de sueños donde reposa
               el alma ansiosa.
               ¡dulce embriaguez
               la Gloria es!

               Tercera voz

          Ascua encendida es el tesoro,
          sombra que huye la vanidad,
          todo es mentira: la gloria, el oro.
               Lo que yo adoro
               sólo es verdad:
               ¡la Libertad!

          Así los barqueros pasaban cantando
               la eterna canción,
          y al golpe del remo saltaba la espuma
               y heríala el sol.

          "¿Te embarcas?", gritaban, y yo sonriendo
               les dije al pasar:
          "ha tiempo lo hice, por cierto que aun tengo
          la ropa en la playa tendida a secar.


LXXXIII

          Cerraron sus ojos
          que aún tenía abiertos,
          taparon su cara
          con un blanco lienzo,
          y unos sollozando,
          otros en silencio,
          de la triste alcoba
          todos se salieron.

          La luz que en un vaso
          ardía en el suelo,
          al muro arrojaba
          la sombra del lecho,
          y entre aquella sombra
          veíase a intérvalos
          dibujarse rígida
          la forma del cuerpo.

          Despertaba el día
          y a su albor primero
          con sus mil ruidos
          despertaba el pueblo.
          Ante aquel contraste
          de vida y misterio,
          de luz y tinieblas,
          yo pensé un momento:
          "¡Dios mío, qué solos
          se quedan los muertos!"

          De la casa, en hombros,
          lleváronla al templo,
          y en una capilla
          dejaron el féretro.
          Allí rodearon
          sus pálidos restos
          de amarillas velas
          y de paños negros.

          Al dar de las ánimas
          el toque postrero,
          acabó una vieja
          sus últimos rezos,
          cruzó la ancha nave,
          las puertas gimieron
          y el santo recinto
          quedóse desierto.

          De un reloj se oía
          compasado el péndulo
          y de algunos cirios
          el chisporroteo.
          Tan medroso y triste,
          tan oscuro y yerto
          todo se encontraba
          que pensé un momento:
          "¡Dios mío, qué solos
          se quedan los muertos!"

          De la alta campana
          la lengua de hierro
          le dio volteando
          su adiós lastimero.
          El luto en las ropas,
          amigos y deudos
          cruzaron en fila,
          formando el cortejo.

          Del último asilo,
          oscuro y estrecho,
          abrió la piqueta
          el nicho a un extremo;
          allí la acostaron,
          tapiáronla luego,
          y con un saludo
          despidióse el duelo.

          La piqueta al hombro
          el sepulturero,
          cantando entre dientes,
          se perdió a lo lejos.
          La noche se entraba,
          el sol se había puesto:
          perdido en las sombras
          yo pensé un momento:
          "¡Dios mío, qué solos
          se quedan los muertos!"

          En las largas noches
          del helado invierno,
          cuando las maderas
          crujir hace el viento
          y azota los vidrios
          el fuerte aguacero,
          de la pobre niña
          a veces me acuerdo.

          Allí cae la lluvia
          con un son eterno;
          allí la combate
          el soplo del cierzo.
          Del húmedo muro
          tendida en el hueco,
          ¡acaso de frío
          se hielan los huesos...!
 
             .................................

          ¿Vuelve el polvo al polvo?
          ¿Vuela el alma al cielo?
          ¿Todo es, sin espíritu,
          podredumbre y cieno?
          ¡No sé; pero hay algo
          que explicar no puedo,
          que al par nos infunde
          repugnancia y duelo,
          a dejar tan tristes,
          tan solos los muertos.

Arriba

 

LXXIV

          Las ropas desceñidas,
          desnudas las espadas,
          en el dintel de oro de la puerta
          dos ángeles velaban.

          Me aproximé a los hierros
          que defienden la entrada,
          y de las dobles rejas en el fondo
               la vi confusa y blanca.

               La vi como la imagen
               que en un ensueño pasa,
          como un rayo de luz tenue y difuso
               que entre tinieblas nada.

          Me sentí de un ardiente
               deseo llena el alma;
          ¡como atrae un abismo, aquel misterio
               hacía si me arrastraba!

               Mas, ¡ay!, que de los ángeles
               parecían decirme las miradas:
          "¡El umbral de esta puerta
          sólo Dios lo traspasa!"

 

 

LXXV

          ¿Será verdad que cuando toca el sueño
          con sus dedos de rosa nuestros ojos,
          de la cárcel que habita huye el espíritu
               en vuelo presuroso?

          ¿Será verdad que, huésped de las nieblas,
          de la brisa nocturna al tenue soplo,
          alado sube a la región vacía
               a encontrarse con otros?

          ¿Y allí desnudo de la humana forma,
          allí los lazos terrenales rotos,
          breves horas habita de la idea
               el mundo silencioso?

          ¿Y ríe y llora y aborrece y ama
          y guarda un rastro del dolor y el gozo,
          semejante al que deja cuando cruza
               el cielo un meteoro?

          ¡Yo no sé si ese mundo de visiones
          vive fuera o va dentro de nosotros:
          lo que sé es que conozco a muchas gentes
               a quienes no conozco!


LXXVI

               En la imponente nave
               del templo bizantino,
          vi la gótica tumba a la indecisa
          luz que temblaba en los pintados vidrios.

               Las manos sobre el pecho,
               y en las manos un libro,
          una mujer hermosa reposaba
          sobre la urna del cincel prodigio.

               Del cuerpo abandonado
               al dulce peso hundido,
          cual si de blanda pluma y raso fuera
          se plegaba su lecho de granito.

               De la sonrisa última
               el resplandor divino
          guardaba el rostro, como el cielo guarda
          del sol que muere el rayo fugitivo.

               Del cabezal de piedra
               sentados en el filo,
          dos ángeles, el dedo sobre el labio,
          imponían silencio en el recinto.

               No parecía muerta;
               de los arcos macizos
          parecía dormir en la penumbra
          y que en sueños veía el paraíso.

               Me acerqué de la nave
               al ángulo sombrío,
          con el callado paso que se llega
          junto a la cuna donde duerme un niño.

               La contemplé un momento
               y aquel resplandor tibio,
          aquel lecho de piedra que ofrecía
          próximo al muro otro lugar vacío.

               En el alma avivaron
               la sed de lo infinito,
          el ansia de esa vida de la muerte,
          para la que un instante son los siglos...
 
           ...............................................

               Cansado del combate
               en que luchando vivo,
          alguna vez me acuerdo con envidia
          de aquel rincón oscuro y escondido.

               De aquella muda y pálida
               mujer me acuerdo y digo:
          "¡Oh, qué amor tan callado el de la muerte!
          ¡Qué sueño el del sepulcro tan tranquilo!"

Arriba

 

LXXVII

    Es un sueño la vida,
    pero un sueño febril que dura un punto;
        Cuando de él se despierta,
    se ve que todo es vanidad y humo...
        ¡Ojalá fuera un sueño
        muy largo y muy profundo,
        un sueño que durara hasta la muerte!...
    Yo soñaría con mi amor y el tuyo.

LXXVIII

    Podrá nublarse el sol eternamente;
    podrá secarse en un instante el mar;
    podrá romperse el eje de la tierra
        como un débil cristal.

    ¡Todo sucederá! Podrá la muerte
    cubrirme con su fúnebre crespón;
    pero jamás en mí podrá apagarse
        la llama de tu amor.

LXXIX

          Mi vida es un erial,
          flor que toco se deshoja;
          que en mi camino fatal
          alguien va sembrando el mal
          para que yo lo recoja.



LXXX

Patriarcas que fuiste la semilla
del árbol de la fe en siglos remotos:
al vencedor divino de la muerte,
 rogadle por nosotros.

Profetas que rasgasteis inspirados
del porvenir el velo misterioso:
al que sacó la luz de las tinieblas,
 rogadle por nosotros.

Almas cándidas, Santos Inocentes
que aumentáis de los ángeles el coro:
al que llamo a los niños a su lado,
 rogadle por nosotros.

Apóstoles que echasteis por el mundo
del la Iglesia el cimiento poderoso:
al que es de verdad depositario,
 rogadle por nosotros.

Mártires que ganasteis vuestra palma
en la arena del circo, en sangre rojo:
al que os dio fortaleza en los combates,
 rogadle por nosotros.

Vírgenes semejantes a azucenas,
que el venado vistió de nieve y oro:
al que es fuente de la vida hermosura,
 rogadle por nosotros.

Monjes que de la vida en el combate
pedisteis paz al claustro silencioso:
al que es iris de calma en las tormentas,
 rogadle por nosotros.

Doctores cuyas plumas nos legaron
de virtud y saber rico tesoro:
al que es raudal de ciencia inextinguible,
 rogadle por nosotros.

Soldados del ejercito de Cristo
santas y santos todos:
rogadle que perdone nuestras culpas
a Aquel que vive y reina entre vosotros.


LXXXI

    Dices que tienes corazón, y solo
    lo dices porque sientes sus latidos;
    eso no es corazón... es una máquina
    que al compás que se mueve hace ruido.
 

LXXXII

          Fingiendo realidades
          con sombra vana,
          delante del deseo
          va la esperanza.
          y sus mentiras
          como el Fénix, renacen
          de sus cenizas.
 

LXXXIII

          Una mujer me ha envenenado el alma,
          otra mujer me ha envenenado el cuerpo;
          ninguna de las dos vino a buscarme,
          yo de ninguna de las dos me quejo.

          Como el mundo es redondo, el mundo rueda.
          Si mañana, rodando, este veneno
          envenena a su vez, ¿por qué acusarme?
          ¿Puedo dar mas de lo que a mí me dieron?


LXXXIV

 A CASTA

Tu vox es el aliento de las flores,
tu voz es de los cisnes la armonía;
es tu mirada el esplendor del día,
y el color de la rosa es tu color.

Tú prestas nueva vida y esperanza
a un corazón para el amor ya muerto:
tú creces de mi vida en el desierto
como crece en un páramo la flor.
 

LXXXV

 A ELISA

Para que los leas con tus ojos grises,
para que los cantes con tu clara voz,
para que se llenen de emoción tu pecho
 hice mis versos yo.

Para que encuentres en tu pecho asilo
y le des juventud, vida, calor,
tres cosas que yo no puedo darles,
 hice mis versos yo.

Para hacerte gozar con mi alegría,
para que sufras tu con mi dolor,
para que sientas palpitar mi vida,
 hice mis versos yo.

Para poder poner antes tus plantas
la ofrenda de mi vida y de mi amor,
con alma, sueños rotos, risas, lágrimas
 hice mis versos yo.

Arriba

 

LXXXVI

Flores tronchadas, marchitas hojas
 arrastra el viento;
en los espacios, tristes gemidos
 repite el eco.

 ..............................

En las nieblas de los pasado,
en las regiones del pensamiento
gemidos tristes, marchitas galas
 son mis recuerdos.

LXXXVII

Es el alba una sombra
 de tu sonrisa,
y un rayo de tus ojos
 la luz del día;
 pero tu alma
es la noche de invierno,
 negra y helada.
 

LXXXVIII

Errante por el mundo fui gritando:
 "La gloria ¿dónde está?"
Y una voz misteriosa contestóme:
 "Más allá... más allá..."

En pos de ella perseguí el camino
 que la voz me marcó;
halléla al fin, pero en aquel instante
 el humo se troncó.

Más el humo, formado denso velo,
 se empezó a remontar.
Y penetrando en la azulada esfera
 al cielo fue a parar.
 

 

LXXXIX

Negros fantasmas,
nubes sombrías,
huyen ante el destello
     de la luz divina.
     Esa luz santa,
niña de negros ojos,
     es la esperanza.

Al calor de sus rayos
     mi fe gigante
contra desdenes lucha
     sin amenguarse.
     en este empeño
es, si grande el martirio,
     mayor el premio.

Y si aún muestras esquiva
    alma de nieve,
si aún no me quisieras,
     yo no he de quererte:
     mi amor es roca
donde se estrellan tímidas
     del mal las olas.


XC

Yo soy el rayo, la dulce brisa,
lágrima ardiente, fresca sonrisa,
flor peregrina, rama tronchada;
yo soy quien vibra, flecha acerada.

Hay en mi esencia, como en las flores
de mil perfumes, suaves vapores,
y su fragancia fascinadora,
trastorna el alma de quien adora.

Yo mis aromas doquier prodigo
ya el más horrible dolor mitigo,
y en grato, dulce, tierno delirio
cambio el más duro, crüel martirio.

¡Ah!, yo encadeno los corazones,
más son de flores los eslabones.
 Navego por los mares,
 voy por el viento
        alejo los pesares
 del pensamiento.
 yo, en dicha o pena,
        reparto a los mortales
 con faz serena.

Poder terrible, que en mis antojos
brota sonrisas o brota enojos;
poder que abrasa un alma helada,
si airado vibro flecha acerada.

        Doy las dulces sonrisas
 a las hermosas;
        coloro sus mejillas
 de nieve y rosas;
        humedezco sus labios,
 y sus miradas
        hago prometer dichas
 no imaginadas.

        Yo hago amable el reposo,
 grato, halagüeño,
        o alejo de los seres
 el dulce sueño,
 todo a mi poderío
 rinde homenaje;
        todo a mi corona
 dan vasallaje.

        Soy el amor, rey del mundo,
 niña tirana,
        ámame, y tú la reina
 serás mañana.


XCI

¿No has sentido en la noche,
cuando reina la sombra
una voz apagada que canta
y una inmensa tristeza que llora?

¿No sentiste en tu oído de virgen
las silentes y trágicas notas
que mis dedos de muerto arrancaban
a la lira rota?

¿No sentiste una lágrima mía
deslizarse en tu boca,
ni sentiste mi mano de nieve
estrechar a la tuya de rosa?

¿No viste entre sueños
por el aire vagar una sombra,
ni sintieron tus labios un beso
que estalló misterioso en la alcoba?

Pues yo juro por ti, vida mía,
que te vi entre mis brazos, miedosa;
que sentí tu aliento de jazmín y nardo
y tu boca pegada a mi boca.
 

XCII

    Apoyando mi frente calurosa
    en el frío cristal de la ventana,
    en el silencio de la oscura noche
    de su balcón mis ojos no apartaba.
 
    En medio de la sombra misteriosa
    su vidriera lucía iluminada,
    dejando que mi vista penetrase
    en el puro santuario de su estancia.

    Pálido como el mármol el semblante;
    la blonda cabellera destrenzada,
    acariciando sus sedosas ondas,
    sus hombros de alabastro y su garganta,
    mis ojos la veían, y mis ojos
    al verla tan hermosa, se turbaban.

    Mirábase al espejo; dulcemente
    sonreía a su bella imagen lánguida,
    y sus mudas lisonjas al espejo
    con un beso dulcísimo pagaba...
 
    Mas la luz se apagó; la visión pura
    desvanecióse como sombra vana,
    y dormido quedé, dándome celos
    el cristal que su boca acariciara.

Arriba

 

XCIII

Si copia tu frente
del río cercano la pura corriente
y miras tu rostro del amor encendido,
 soy yo, que me escondo
 del agua en el fondo
y, loco de amores, a amar te convido;
soy yo, que, en tu pecho buscada morada,
envío a tus ojos mi ardiente mirada,
 mi blanca divina...
y el fuego que siento la faz te ilumina.

 Si en medio del valle
en tardo se trueca tu amor animado,
vacila tu planta, se pliega tu talle...
 soy yo, dueño amado,
 que, en no vistos lazos
de amor anhelante, te estrecho en mis brazos;
soy yo quien te teje la alfombra florida
que vuelve a tu cuerpo la fuerza de la vida;
 soy yo, que te sigo
en alas del viento soñando contigo.

 Si estando en tu lecho
escuchas acaso celeste armonía
que llena de goces tu cándido pecho,
 soy yo, vida mía...;
 soy yo, que levanto
al cielo tranquilo mi férvido canto;
soy yo, que, los aires cruzando ligero
por un ignorado, movible sendero,
 ansioso de calma,
sediento de amores, penetro en tu alma.


XCIV

 ¡Quién fuera luna,
 quién fuera brisa,
 quién fuera sol!

 ..............................

 ¡Quién del crepúsculo
 fuera la hora,
 quién el instante
 de tu oración!

 ¡Quién fuera parte
 de la plegaria
 que solitaria
 mandas a Dios!

 ¡Quién fuera luna
 quién fuera brisa,
 quién fuera sol! ... 


XCV

Yo me acogí, como perdido nauta,
a una mujer, para pedirle amor,
y fue su amor cansancio a mis sentidos,
 hielo a mi corazón.

Y quedé, de mi vida en la carrera,
que un mundo de esperanza ayer pobló,
como queda un viandante en el desierto:
 ¡A solas con Dios!
 

XCVI

Para encontrar tu rostro
miraba al cielo
que no es bien que tu imagen
se halle en el suelo;
si de allí vino,
el buscaba su origen
no es desvarío.


XCVII

Esas quejas del piano
a intervalos desprendidas,
sirenas adormecidas
que evoca tu blanca mano,
no esparcen al aire en vano
el melancólico son;
pues de la oculta mansión
en que mi pasión se esconde,
a cada nota responde
un eco del corazón.
 

XCVIII

Nave que surca los mares,
y que empuja el vendaval,
y que acaricia la espuma,
de los hombres es la vida;
su puerto, la eternidad.